Estábamos en la Herradura, y habíamos planeado hacer la inmersión conocida por los habituales como "El Salto" porque no se sale desde playa, sino que para entrar en el mar hay que dar un paso de gigante desde una roca algo elevada, un pequeño "salto".
Nos equipamos en lo alto del acantilado, para bajar los equipos de un golpe. Yo llevaba mi gorro de baño puesto bajo el gorro del traje, porque hacía fresquito, y Pabletas no dejaba de llamarme "burbujita de freishené".
La verdad es que el camino para bajar los equipos era un poco impracticable, y tenía más miedo de caerme por el acantilado con botella incluída, que de lo que me esperaba abajo... Era mi octava inmersión... contando con las 5 del curso.
Esta es la piedra desde la que hay que saltar, y un poco más arriba se vislumbra el camino de tierra, resbaloso bajo las suelas de los escarpines y el peso de las botellas. Javi me decía que no era justo que chicos y chicas tuviéramos que cargar con el mismo peso.
El agua estaba helada. Una de las veces que más fría la he sentido, 12,9ºC según mi logbuk. Tuvimos que nadar un buen trecho en superficie para encontrar un lugar con más fondo y más apropiado para empezar el descenso.
JuanDi y Pablo fueron mis parejas (bueno, sí, hicimos un trío, pero no es la primera vez, ¿no? ^^ jeje) de la inmersión. Cuando empecé a bajar me sentí mareada, algo que nunca me ha pasado, porque cuando meto la cabeza debajo del agua es como si me transportara a otro mundo, pero la visibilidad era malísima, y había algo de oleaje. Las gafas se me empezaron a llenar de agua. Eso no es un problema cuando es un poquito, pero cuando se te inundan continuamente de manera que no ves aunque quieras, porque el agua te sobrepasa los ojos, puede ser un poco bastante molesto. Aun así, yo no me quejé y seguimos para adelante.
Buceamos pegados a las piedras, arrastrádonos como reptiles, y a veces íbamos de la mano para no perdernos: no había más de dos metros de visibilidad en los mejores momentos.
Por lo menos vimos un pulpo de muy buen tamaño entre las piedras, que nos miró un segundo antes de espachurrarse en su huequecito y desaparecer. Se puede encontrar un pulpo observando con tranquilidad las rocas: un montoncito de conchas rotas o restos de algún tipo pueden indicar una cueva de algún bicho.
Pero en aquellos momentos no estábamos para mirar si había conchitas rotas o pinzas de cangrejos en algún lugar. Yo empezaba a tiritar de frío y a cansarme un poco de la monotonía de la inmersión, todo el rato vaciándome las gafas. Juandi se paró en una roca para coger unas muestras con su martillito; estábamos a 25 metros, y aquello estaba un poco oscuro y muy, muy frío. Como tardara mucho me iba a terminar de congelar...
Para no helarnos, Pablo y yo nos pusimos a mirar de cerca las piedras, por movernos y hacer algo, y encontramos una bonita ascidia colonial. Ninguno llevábamos cámara, así que tendréis que imaginárosla. Si Pablo tiene alguna, se la pediré para ponerla aquí.
Las gafas siguen inundándose; para vaciarlas, hay que espirar por la nariz al tiempo que se sujetan por el entrecejo y se mira un poco para arriba. El problema es que en esos dos segundos puedes perder el control de tu profundidad y subirte o bajarte demasiado. En ese momento entra el papel de tu pareja (en mi caso de mis parejas) que me agarraban para que no me subiera cada dos por tres.
Cuando llevábamos como veinte o veinticinco minutos de inmersión helada e incómoda, de repente dejé de sentir una aleta. Miré hacia atrás y entre el agua de las gafas vi que se había roto y se había quedado en una roca, cerca de mí. Tiré de Juandi, que ya se había dado cuenta, y quise agarrarme a alguna roca en la pared para que me intentaran arreglar el estropicio. Pepe siempre me daba los materiales más viejos del Cugas, con la de aletas nuevitas que había en el almacén...
Pero parece que Juandi calibró la situación como más grave de lo que pensaba yo, y temiendo que me pusiera nerviosa a 25m de profundidad, con frío, gafas inundadas y sin aleta, decidió que la inmersión había terminado. Le dio la aleta a Pablo; me cogió en brazos y con unos cuantos aletazos subimos hasta los 6m de la parada de seguridad. El agua se volvió un poco más transparente, y la temperatura subió algo, o quizás era la luz del sol, que daba un color más ambarino a las rocas de aquella profundidad. Allí, sentada en un saliente de la roca, sin querer mirar si había espachurrado algún coral, opistobranquio o cualquier otro bicho que pudiera vivir allí, conseguimos arreglar un poco las aletas y esperamos los 3 minutos reglamentarios de seguridad (bueno, nosotros solemos alargarlo a 5, si se puede, para no correr riesgos) antes de subir a la superficie.
El sol, los charranes chillando en las boyas, la pared del acantilado sobre mí y el leve oleaje me recibieron con una agradable sensación. No es por fardar, pero no me puse nerviosa. Sabía que me quedaba aire suficiente, y mientras se pueda respirar, no hay por qué perder la calma.
Juandi aplaudió mis nervios de acero en aquella complicada inmersión, equivalente a 50m en aquellas condiciones, y más al saber que sólo había buceado un par de veces más desde el curso, mientras me remolcaba con un mosquetón hacia el punto de salida del salto. Estaba cansada y helada.
A pesar de todo, y de todo lo que me gusta bucear, me alegraba de haber vuelto a la superficie.
JuanDi y Pablo fueron mis parejas (bueno, sí, hicimos un trío, pero no es la primera vez, ¿no? ^^ jeje) de la inmersión. Cuando empecé a bajar me sentí mareada, algo que nunca me ha pasado, porque cuando meto la cabeza debajo del agua es como si me transportara a otro mundo, pero la visibilidad era malísima, y había algo de oleaje. Las gafas se me empezaron a llenar de agua. Eso no es un problema cuando es un poquito, pero cuando se te inundan continuamente de manera que no ves aunque quieras, porque el agua te sobrepasa los ojos, puede ser un poco bastante molesto. Aun así, yo no me quejé y seguimos para adelante.
Buceamos pegados a las piedras, arrastrádonos como reptiles, y a veces íbamos de la mano para no perdernos: no había más de dos metros de visibilidad en los mejores momentos.
Por lo menos vimos un pulpo de muy buen tamaño entre las piedras, que nos miró un segundo antes de espachurrarse en su huequecito y desaparecer. Se puede encontrar un pulpo observando con tranquilidad las rocas: un montoncito de conchas rotas o restos de algún tipo pueden indicar una cueva de algún bicho.
Pero en aquellos momentos no estábamos para mirar si había conchitas rotas o pinzas de cangrejos en algún lugar. Yo empezaba a tiritar de frío y a cansarme un poco de la monotonía de la inmersión, todo el rato vaciándome las gafas. Juandi se paró en una roca para coger unas muestras con su martillito; estábamos a 25 metros, y aquello estaba un poco oscuro y muy, muy frío. Como tardara mucho me iba a terminar de congelar...
Para no helarnos, Pablo y yo nos pusimos a mirar de cerca las piedras, por movernos y hacer algo, y encontramos una bonita ascidia colonial. Ninguno llevábamos cámara, así que tendréis que imaginárosla. Si Pablo tiene alguna, se la pediré para ponerla aquí.
Las gafas siguen inundándose; para vaciarlas, hay que espirar por la nariz al tiempo que se sujetan por el entrecejo y se mira un poco para arriba. El problema es que en esos dos segundos puedes perder el control de tu profundidad y subirte o bajarte demasiado. En ese momento entra el papel de tu pareja (en mi caso de mis parejas) que me agarraban para que no me subiera cada dos por tres.
Cuando llevábamos como veinte o veinticinco minutos de inmersión helada e incómoda, de repente dejé de sentir una aleta. Miré hacia atrás y entre el agua de las gafas vi que se había roto y se había quedado en una roca, cerca de mí. Tiré de Juandi, que ya se había dado cuenta, y quise agarrarme a alguna roca en la pared para que me intentaran arreglar el estropicio. Pepe siempre me daba los materiales más viejos del Cugas, con la de aletas nuevitas que había en el almacén...
Pero parece que Juandi calibró la situación como más grave de lo que pensaba yo, y temiendo que me pusiera nerviosa a 25m de profundidad, con frío, gafas inundadas y sin aleta, decidió que la inmersión había terminado. Le dio la aleta a Pablo; me cogió en brazos y con unos cuantos aletazos subimos hasta los 6m de la parada de seguridad. El agua se volvió un poco más transparente, y la temperatura subió algo, o quizás era la luz del sol, que daba un color más ambarino a las rocas de aquella profundidad. Allí, sentada en un saliente de la roca, sin querer mirar si había espachurrado algún coral, opistobranquio o cualquier otro bicho que pudiera vivir allí, conseguimos arreglar un poco las aletas y esperamos los 3 minutos reglamentarios de seguridad (bueno, nosotros solemos alargarlo a 5, si se puede, para no correr riesgos) antes de subir a la superficie.
El sol, los charranes chillando en las boyas, la pared del acantilado sobre mí y el leve oleaje me recibieron con una agradable sensación. No es por fardar, pero no me puse nerviosa. Sabía que me quedaba aire suficiente, y mientras se pueda respirar, no hay por qué perder la calma.
Juandi aplaudió mis nervios de acero en aquella complicada inmersión, equivalente a 50m en aquellas condiciones, y más al saber que sólo había buceado un par de veces más desde el curso, mientras me remolcaba con un mosquetón hacia el punto de salida del salto. Estaba cansada y helada.
A pesar de todo, y de todo lo que me gusta bucear, me alegraba de haber vuelto a la superficie.
me he quedado sin palabras, por lo que tú ya sabes jajaja ya recibirás tu castigo, que diga, tu respuesta, pero de momento te adelanto que no, no soy de Lorca y aquello no me afectó.. por suerte. Hala, espero que estés más tranquila! (= ánimo con los bichos!!
ResponderEliminarGracias!! Menos mal, me siento un poco menos mala persona. Espero tu respuesta!
ResponderEliminar