viernes, 18 de junio de 2010

Marruecos I, una experiencia inolvidable. Día 1

Bueno, con un retraso de algunos meses, publico la primera de una serie de entradas que reflejarán mi experiencia en el viaje iniciático que hice a Marruecos el puente del trabajo de este año 2010.

Viernes, 30/4/2010

Nerviosa apago el despertador. Son las 2 y media de la madrugada y apenas he dormido una hora y algo, entre pesadillas de ir corriendo tras el bus y cosas así. Me levanto de un salto, ya vestida completamente, y compruebo que las dos mochilas que llevo están terminadas. Ato mi fabuloso cojín viajero (hay un abismo entre viajar con él y sin él...), compruebo mentalmente que llevo llaves, móvil y cartera, y pasaporte, y me echo ambas mochilas sobre mis hombros. Voy a pasar tres noches en las montañas de Marruecos y quiero que todo sea perfecto. Aun así, no llevo más de lo imprescindible: tres camisetas, un par de mudas, un par de pantalones, un par de botas (puestas), bastones para andar, algo de comida para el primer día (y por si la comida de allí está demasiado mal...) cámara de fotos, saco de dormir, poncho-manta, gorra y chubasquero, frontal, navaja, protector solar... y poco más.

Llego en poco más de quince minutos a los Comedores Universitarios, de Fuente Nueva donde nos espera el autobús a las casi 50 personas que componemos la expedición. En cuanto arranca, me sumo en un profundo sueño sobre mi cojín mágico, y no me despierto hasta que el bus empieza a sacudirse con las estrías de la carretera del puerto de Algeciras (bueno, miento, me desperté un par de veces con algún ronquido, pero luego el silencio volvía a ser normal, así que apenas me di cuenta. Sólo recuerdo haber tenido un pensamiento para el conductor, de lástima, porque debería sentirse muy solito conduciendo un autobús lleno de gente dormida... luego pensé que ya le habíamos pagado por ello, y se me quitó la pena) El autobús nos deja rápidamente en la terminal a las 6 y poco, donde tenemos que esperar que el ferry salga a las 7 y nos lleve a Ceuta.


Soriano nos reparte los pases y nos echamos un poco para descansar, ya que nos espera un día muy duro con la expedición en la montaña. 

Somos muchos y cuesta encontrar un sitio para todos, donde dejar los equipajes vigilados si te quieres tomar un café, pero al fin encontramos una esquina espaciosa.


Cuando voy al servicio me sorprende que los hay de dos tipos: normales (occidentales) y letrinas (orientales). Estoy nerviosa; nunca he subido a un barco (el vaporcito de la bahía de Cádiz no cuenta...), y mucho menos salido de España (Portugal tampoco cuenta, lo tengo tan cerca de mi casa que estornudo y me caigo del otro lado de la frontera). Cuando el profe nos avisa, nos ponemos en marcha hacia el embarcadero.


Por encima de mi cabeza asoma mi fiel compañero,
el fabuloso cojín viajero, que no se ha perdido ninguna de mis excursiones...

Hace fresco, y mucha humedad; el aire huele a sal, y a combusible quemado. Los pasillos y rampas que llevan a los diferentes embarques se hacen interminables. Cuando por fin embarcamos, me siento bastante nerviosa; además, no encontré la biodramina hasta que estuve sentada en mi sitio...


Amanecer saliendo del puerto de Algeciras

Cuando empiezan a rugir los motores y el barco empieza a bambolearse me parece que no voy a aguantar el viaje sin marearme. Salgo junto con algunos amigos a la miniterraza de fumadores, en parte para que me dé el aire, en parte para ver si avistamos algún bicho marino. Hay mucha niebla; en poco tiempo dejamos de ver el puerto de Algeciras. No me asusta mucho no ver nada más que agua a mi alrededor, y una niebla espesa que en poco tiempo nos dejó la piel y las gafas llenas de gotitas de agua, a parte de lo que salpicaban de por sí los motores.


Los supuestos delfines... no es que se vean muy bien...


Entre una cosa y otra, vimos algunos delfines de lejos, en la estela de espuma blanca que íbamos dejando, creo que eran listados, pero no me hagáis mucho caso. También había peces voladores que aleteaban fuera del agua y luego se zambullían haciendo que las olas se llenaran de reguerillos de espuma.

El barco subía y bajaba; el ruido de las hélices era ensordecedor, y la pequeña lluvia de agua de mar me empezaba a dar frío, así que entré para coger mi poncho y echar un vistazo a mi equipaje. Dentro el movimiento de sube-y-baja se notaba muchísimo más, así que me apresuré a volver a fuera. Y como Murphy es muy buen amigo mio, en ese momento en el que yo andaba de un lado para otro, apareció justo junto al barco una familia de delfines. Y yo me lo perdí...

Poco depués, cuando ya le estaba cogiendo el gustillo al vaivén del barco, apareció Ceuta entre la niebla. El barco empezó a bajar la velocidad y enfiló hacia el puertito.



El minipuerto de Ceuta

Al acercarnos me sorprendió ver una escultura de dimensiones colosales que se quedaba pequeña al lado de los grandes cargueros que pasaban por allí. Las columnas de Hércules.


Al desembarcar empezó la auténtica aventura...

Emocionada, empecé a hacer un repaso de lo que nos quedaba hasta llegar a nuestro destino. El siguiente paso era llegar hasta la frontera en un bus que nos había puesto el Corte Bereber (como dice Ibáñez) para pasar a Marruecos.

Y para eso son necesarios los pasaportes.

Me flaquearon las piernas y me tuve que sentar cuando recordé dónde estaba el mío.

Una nítida imagen de la noche anterior me golpeó como un bate de béisbol. El escáner de mi impresora. En Granada.

El pasaporte llevaba tres días metido en el bolsillo de la mochila donde tenía que ir. Y justo antes de acostarme decidí hacerle una fotocopia y mandarle una copia a mi madre y otra a Mugen. Por si acaso. Corren muchas leyendas sobre policías que te piden el pasaporte y luego te piden dinero para devolvértelo...

En aquel momento me pareció la mejor idea del mundo. Pero en la terminal estuvo a punto de darme un ataque.

No pasaporte, no party.

Cuando salgo y me acerco al profe, sólo con decirle que tenía algo que preguntarle me miró con ojos preocupados. Antes de abrir la boca, adivinó mis pensamientos.

-No puede ser...

Por mucho que deshiciera las mochilas, yo sabía dónde estaba. En el escáner. A más de 300 km.

Tras una llamada a nuestro protector de Tetuan, para pedirle consejo, me dijo el profesor que no había muchas esperanzas. Mientras los demás desayunaban, el profe y yo nos dirigimos en taxi a la comisaría de policía, para ver si me podían hacer otro pasaporte. Estábamos aún en territorio español; esperábamos que las cosas aún funcionaran de manera similiar, al menos.

Pero cuando llegamos a la puerta y dos maromos viejunos de uniforme, con pinta de haber participado en la invasión del Sáhara, nos impiden la entrada una vez que saben nuestras intenciones, y con gesto displicente nos dicen que no hay cita para hacer pasaportes hasta junio, nos miramos, sorprendidos, al ver tras ellos, que todos los policías visibles estaban tomandose un café, o descansando, y no había nadie más en la habitación. Realmente, no es que hubiera millones de personas hacinadas esperando su turno para un DNI o un pasaporte... como en la oficina de Granada, donde, a pesar de ello, me lo saqué en el día... y sin cita.

La realidad de aquel momento cayó sobre mí como un bloque de hormigón. Sólo sería posible hacerse un pasaporte en el momento con la técnica Camps: según mi profesor, nos costaría unos 200 o 300 euros.

Con lo cual, la posibilidad de obtener un pasaporte esa mañana desaparecía.

Desanimada, entramos en una cafetería y desayunamos. Las perspectivas no eran muy buenas para mí. Mi confianza en las autoridades, ya de por sí bastante minada, había desaparecido por completo en unos segundos. Tener que coger sola un taxi moro y llegar hasta el puerto otra vez me empezaba a dar bastante pánico, si a eso le unes que debía vigilar con cuatro ojos mis dos mochilas, riñonera, bolsillos, etc.

Mi profesor intentaba tranquilizarme mientras se tomaba un café. La última posibilidad que nos quedaba era acercarnos a la frontera, con cuidado, esperando que nuestro protector hubiera conseguido algo (lo cual era bastante improbable) Si esto también fallaba, tendría que coger allí un taxi y recorrer los 30 kilómetros que me separarían del puerto...

Mientras esperamos a nuestros compañeros de expedición en la frontera, compramos los papeles que nos pedirían en una ventanilla más adelante a un muchachito que hacía como que no se enteraba de lo que le pedíamos (50 papelitos en francés y árabe, con los formularios de los datos de a dónde íbamos de dónde veníamos, y quienes eran nuestros padres, y nuestra casa, y...)

El resto de la gente estaba ya sellando los pasaportes cuando los encontramos. Con ellos estaba nuestro protector, al que llamaré con el nombre falso de Mohamed, que resulta que tiene cierta relación con la gente de Aduanas. Este hombre me agarró con una mano del tamaño de una rueda de camión y me mandó con un moro alto y rapado, gafas de sol estilo policía setentero, traje de chaqueta, pinganillo y walkitalki, y zapatos de piel acabados en punta. Todo en él hacía pensar en un agente secreto, su gesto hosco, la manera de hablar, o más bien, gritar, en árabe-francés a otros que parecían subordinados y que no les hacía demasiada gracia lo que estaba pasando.

Me cogió el DNI, se lo guardó y me hizo una seña para que le siguiera. Cruzamos al lado marroquí, a unos barracones con ventanillas que se caían a trozos (no más que los del lado español), numeradas del 1 al 4. Antes de desaparecer por una de las puertas oxidadas, me dijo algo que yo entendí como "Ve'ala'sincco!" .

Yo miré, algo perdida, los ventanucos y la gente que hacía cola frente a ellas, despistada. ¿La cinco? ¿El moro aquél sabría decir los números en español? Sólo se veían cuatro. Se había llevado mi DNI y yo estaba perdida en el lado marroquí. Por una décima de segundo tuve pánico, pero luego algo en mi subconsciente me llamó la atención. El moro había hecho un gesto algo ambiguo cuando dijo que fuera a la 5. Como gesticulan como gitanos, yo no había hecho mucho caso de sus manos.

Decidí probar suerte y fui a donde se acababan los barracones. Al doblar una esquina, pasada la primera ventanilla, me encontré un pasillo estrecho y sucio, sin salida. En la pared del fondo había un pequeño cartel (muy pequeño) que ponía


"5. Guichet diplomatique. "

¡Bingo!

Me acerqué, aliviada. Tras un butrón en la pared de yeso (la ventanilla no podía tener otro nombre) con cristales completamente velados por la mugre, había otro moro, o el mismo, no sé, que en un pésimo español me dijo que tardaría cinco minutos, que me esperase allí.

Estaba admirando los techos de uralita del paso para automóviles y reflexionando sobre el concepto del tiempo en oriente y occidente, cuando llegó un señor gordito de cara redonda y piel negra que se puso a hablar enérgicamente con el mi moro en francés, exigiendo algo. No sé cómo lo resolverían, pero el hombre, bastante alterado, tuvo que esperar su turno.

Veinticinco minutos más tarde (o más, porque veinticinco sólo desde que empecé a mirar el reloj, cuando ya me aburría) el mi moro apareció por la esquina de los barracones con mi DNI y un papelito mágico...

-Toma. Es un pase para tres días. No lo pierdas, ten mucho cuidado. Este es tu pasaporte ahora. Si lo pierdes, te costará mucho salir del país -o al menos entendí algo parecido.

Creo que le dí las gracias en francés, en inglés y en español, y asustada y aliviada a la vez, cogí mis documentos y eché a correr hacia la parte española, donde mis compañeros, aburridos por la espera, me recibieron con gritos de alegría.

Nos pusimos en fila para pasar la frontera. Había dos policías marroquises de uniforme, con sendas metralletas colgasdas del hombro, mirando que los pasaportes estuvieran sellados. Cuando les di mi papelito mágico, la fila se paró. Un sudor frío empezó a condensarse en mi nuca, a pesar de la brisa marina. El policía miró alternativamente el papel, a mí y a su compañero, y otra vez a mí, e intercambiaron algunas palabras en francés-árabe ese que hablaban. 

El tiempo se paró. ¡Y casi también mi corazón, por cuarta vez desde que amaneció!

Finalmente, me dejaron pasar. No me lo podía creer.
¡Estaba en Marruecos!


El puesto fronterizo, desde el lado marroquí, antes de que vinieran los polis a reñirnos por echar fotos 

Tras unos cientos de metros andando por la explanada, del lado marroquí, nos esperaba un autobús que nos pagaba la Universidad de Tetuán, previa mediación de nuestro protector, para movernos por el país, ya que en alguna excursión anterior, otro año, se cometió el fallo de alquilar un bus español, de modo que cada vez que un policía veía la matrícula, los paraba, y tenían que pagarle para que no les multase o algo peor, con lo cual se les encareció un montón el viaje...

El autobús era una auténtica reliquia. Menos de veinte años no tenía.


El resistente autobús de la Universidad de Tetuán


Y cuando entramos dentro...


A pesar de las apariencias, el bus era bastante cómodo. Era muy fácil amodorrarse, incluso sin usar el cojín. Atravesamos varias urbanizaciones de la costa, tipo Marbella, pero en árabe, y vimos un palacio que nos explicó el conductor, era el palacio de verano de la mujer del rey de Marruecos.



Al rato, paramos en un pueblito con nombre español para desayunar (otra vez). Se llamaba Martil, junto al río del mismo nombre. Se notaba que empezábamos a imbuírnos del ritmo local, mucho más pausado. Esto es África. Cambiamos algo de dinero y compramos nuestros primeros productos. Yo compré una torta de pan calentito y un dulce de pistachos que se me hacía la boca agua sólo de pensar en comérmelos. El pan sabía a ajonjolí y a nuez moscada, y tenía el punto exacto de sal, no como el que se hace en Badajoz, que está soso como el solo (por ordenanza de la Junta de Extremadura...)

Continuará... aquí

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